26 de Abril de 2024
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Huele a gas
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2017-04-11 - 05:20
Alguien tuvo la idea de juntar los dos elementos; el humo y la niebla, de lo que derivó ese concepto en boga durante años (smoke + fog), o sea el memorable “smog” de nuestra infancia. Hay mucho smog, nos decían, hay poco. Pero lo que nadie mencionaba y todos sospechábamos, era que se trataba de una perniciosa nube de gas que iba devorando muy lentamente nuestros pulmones.

El 4 de abril pasado se reportó el ataque con gas letal a la población de Idlib, en Siria, donde murieron más de 70 civiles, niños en su mayoría. Las imágenes de los rescates son desoladoras. Nadie puede justificar ese despiadado bombardeo. Luego, todo mundo lo sabe, el presidente Trump ordenó un ataque con misiles a la base aérea (gubernamental) de Shayrat, como represalia “humanitaria”.

Exactamente como hace un siglo, el gas en la guerra vuelve a ser el protagonista de la aniquilación del adversario. Ya se recordarán los días cuando en la Primera Guerra Mundial se empleó el gas lacrimógeno, primero, y después el gas mostaza y el fosgeno para matar a los soldados que se agazapaban en las trincheras enemigas. Fue el inicio de las armas químicas, después condenadas por el Protocolo de Ginebra de 1925, que las prohíbe. Es decir, que los soldados se maten a balazos o con metralla, pero no con gas, por favor.

Lo curioso de todo es que ese odio inveterado al gas no hace olvidar algo primordial... que vivimos gracias al gas, o lo que es lo mismo, que la atmósfera que nos permite respirar es una mezcla de gases que se extingue a los 10 mil metros de altura. Esa capa delgadísima, contra lo que se pudiera imaginar, está compuesta fundamentalmente por nitrógeno, y sólo una quinta parte de ese “gas” nuestro es oxígenos, el factor indispensable de la vida. De ahí que es necesario reconciliarnos con los gases, cualesquiera que sean sus olores.

Este mes el precio del gas se cotiza en 462 pesos (el tanque de 30 kilos) por lo que todos hacemos esfuerzos por bañarnos más febrilmente, toda vez que la economía nacional esté al pendiente de los siguientes golpes de los combustibles (los consabidos gasolinazos y gasazos) al bolsillo. Por cierto que el gas butano de consumo doméstico es inoloro, por lo que las gasificadoras de Pemex que lo producen le añaden una pizca de etil-mercaptano, sustancia que le da ese olor característico a huevo podrido... y que tantas vidas ha salvado luego del proverbial grito de ¡huele a gas!

O el gas que lanzaban y lanzan los granaderos de antaño, o la policía municipal de ogaño para reprimir a los manifestantes que se cansan de gritar y colapsar carreteras. El gas como un elemento en dispersión (precisamente) que se encarga de desperdigar a los inconformes.
El gas que nos permite preparar un pozole y el gas que se lleva la vida de los condenados a muerte (aún) en seis estados de la unión americana. Por eso nuestra actitud paradójica ante el bendito gas que nos acompaña desde la invención de la petroquímica.

Ya lo advertía Gabriel Celaya en su poema inmortal, aquel cuando nos advierte de la necesidad de hacer poesía necesaria, “como el pan de cada día, como el aire que exigimos trece veces por minuto”, decía desesperado por su España bajo la dictadura.

Ninguna palabra, ningún argumento podrá sin embargo, justificar las imágenes de los niños muertos de Ibild, que apenas escucharon la remota explosión, respiraron un aire enrarecido, les vino una jaqueca tremenda y comenzaron a asfixiarse con su propia baba... pues el gas sarín (neurotóxico) ya atacaba sus pulmones. Algo inconcebible en el siglo XXI. “El aire que exigimos trece veces por minuto”.

Pues bien, a propósito, en la anterior entrega hubo un descuido de orden literario. Nombrábamos la pasmosa novela 1984, donde aparece el ominoso personaje denominado “Big Brother”, que lo domina y lo vigila todo, y atribuíamos el libro al distraído Aldous Huxley, cuando que fue escrito por el visionario George Orwell. Un dislate de las prisas por respirar más aire que el vecino. Perdón.





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