03 de Mayo de 2024
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LOS ÚLTIMOS DOS AÑOS
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2014-12-10 - 09:35
Falta un poquito más de 700 días para que el gobernador Duarte concluya su sexenio. Cuidado con ese breve lapso, que es el remate de la faena. Sobre él pesan más de mil 400 días –y los meses de la campaña y del periodo anterior a la toma de posesión–, con una responsabilidad agobiadora y extrema, precedidos de otro sexenio de tequiosa labor en gobernación. Una corta carrera sin pausa de ninguna clase, sin un día sabroso de sueño, sin saber lo que es dispendiar el tiempo.
Se adivina en Javier Duarte una tremenda angustia; no la de dejar el poder como muchos creen, sino la de no haber realizado –a lo mejor lo hace todavía– todo lo pretendido, ya que no hubo cosa alguna de beneficio público que no intentase, con una generosidad y una amplitud difusiva sin antecedentes.
¿Qué pasa en el interior, en la conciencia de un hombre que ha creído derrotar al cansancio entregado ciegamente a una tarea de tanta trascendencia, cuando esa labor está a sólo dos años de concluir en un día exacto, en una hora justa, para la cual ya sólo faltan 700 días?
Su conciencia, desde luego, no puede acusarle de haber dilapidado el tiempo; entendemos que lo ha consagrado íntegramente a la responsabilidad histórica. Pero la inversión de estos dos años que le restan es muy delicada. La letra ha de vencerse, y este último exiguo crédito del destino histórico a su persona, ante problemas económicos y sociales impostergables e ininterrumpidos, es el que dejará huella más visible.
Seríamos, además de mentirosos, demagogos muy inocentes, si dijéramos que la inseguridad es panacea que el pueblo agradece. No, es desgracia que a los veracruzanos les duele, y se resignan a ella con su milenaria capacidad de aguantar… y de recordar. Sí, hay un sentimiento de amargura y de rencor en miles de ciudadanos, proyectado contra el gobierno.
Al gran trabajador que concluye, muchos le reconocen su entrega, pero por lo menos aplazan su juicio por lo que toca a la inseguridad, que no es privativa del estado, es generalizada. Es inútil que el aparato de propaganda se mueva diestramente. Los sentimientos están frescos y hay una actitud de reservas mentales, en el mejor de los casos, frente a la acción oficial; y una comprensible irritabilidad cuando se pretende exaltar los beneficios con las nuevas policías y medidas de seguridad.
A la gente le molesta mucho sospechar o creer que se le está engañando deliberadamente con ello.
Todo esto pesa mucho sobre el último tramo de la jornada de Duarte. Aun sin tan grave lastre, los últimos dos años serán singularmente problemáticos. El hombre que se ha olvidado de sí y del pequeño mundo familiar para volcarse de lleno a la tarea colectiva, ha de regresar al también pequeño círculo. La inercia de la acción, de una acción casi sin respiros, está en las células. Los días, esos días que las angustias del poder hacen tan largos, y que la proximidad del término de la marcha transforman en tan breves, serán después de la entrega del poder, terriblemente extensos, por mucho que la vida interior reclame y la familia demande y la imaginación actúe.
El nacimiento y la muerte son, para el ser vivo, sus dos grandes misterios. Entrar y salir del poder son, para el hombre político, los dos pasos más dramáticos: estrenar autoridad y concluirla.
Se esperan en quien manda, transformaciones psíquicas asombrosas, increíbles. A medida que el elegido se aproxima al ejercicio de la responsabilidad, va cambiando; al entrar en ella y en su curso, las mutaciones se aligeran porque el tiempo se acorta. Los hechos se sobreponen a los deseos, y la pérdida de la libertad supone el que ya no se habla con quienes se quiere, sino con quienes quieren. Se sacrifica, por cumplir con los deberes, el ejercicio del libre albedrío. Mandar, resolver por otros para otros. Pero el que manda, ¿puede acaso mandar en su tiempo?
Es posible que su capacidad de resolver acerca de sus propios actos personales se amengüe por falta de ejercicio, y sobrevenga –al concluir el mandato– el azoro, al que siguen la amargura y el desánimo.
Hay que prepararse para todo ello, si el tiempo –que todavía no es suyo– se lo permite.
No hemos tenido ni la oportunidad ni la ocasión de tratar a Javier Duarte, es muy difícil. Pero admiramos su impasible disciplina en todos los sentidos. Se ha vuelto imperturbable y paciente. Regatea las palabras, cuida los juicios y escatima los adjetivos. Así lo vemos en los medios.
Que no aprovechen los dos años que quedan algunos que se sienten acogidos a la sombra de su fuerza y poderío político, para destazar propiedades al galope o para ejercer venganzas que él, en el fondo, condena, pero que llevaría sobre sus hombros en el gran juicio de la historia.
Hay agazapados ambiciosos que aguardan la caja de resonancias de su presencia para lanzarse sobre el rival político y cubrirlo de lodo. Quieren tomar su limpio propósito de trabajar hasta el último minuto, como trampolín de aspiraciones sospechosas, cuando no como cadalso para ajusticiar a personajes.
Por eso decimos: cuidado con los 700 últimos días. Buenos para recapacitar y concluir la obra material, política y social sobre el camino recorrido; para reconocer, con humildad, lo negativo de la marcha, y ver con satisfacción, si es que los hay, los logros, y, sobre todo, el valor de lo intentado, tan ambiciosa y arrojadamente.
Que el surco quede en paz, abierto como vientre, esperando la semilla del nuevo sembrador.
Que el caminante, que en dos años rendirá jornada, piense en el regreso a la vida interior, si otra cosa no sucede, en el difícil rompimiento de la inercia de una actividad agobiadora, y en que la vida, que tanto trabajo ha exigido de Duarte, pueda tenerle reservado un largo tiempo para meditar en silencio, para repasar lo que sabe, que debe ser mucho más que antes, para, quizás, escribir lo que piense, y para entregarse a las emociones sencillas, que pueden ser una maravillosa manera de vivir.

*Director de la revista Resumen
rresumen@hotmail.com

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