18 de Abril de 2024
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Feliz Navidad
“Por tanto, el Señor mismo os dará señal: He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel (Dios con nosotros)” (Is. 7:14).
2014-12-20 - 09:22
Así anunciaba Isaías, 700 años antes, el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo. Así lanzaba a la posteridad aquel enorme profeta y poeta del reino de Judá, el maravilloso presagio de que una judía descendiente de David, María santísima, traería al mundo de manera milagrosa a Aquél que le tendería la mano a la humanidad y la levantaría espiritualmente. Luego agregaría: “Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre. El celo del Señor de los ejércitos hará esto” (Is. 9: 6-7).
Resulta un sorprendente ejemplo de la soberanía de Dios, es decir, de que el Señor tiene el control de todo, el hecho de que José y María estuvieran sólo de paso en Belén, donde acudieron a empadronarse por un edicto del César (Lc. 2:1), y que se hayan arriesgado a viajar desde Nazaret de Galilea, de donde eran oriundos, dado la avanzada gravidez de María. La profecía se cumplió “de manera fortuita”, pensarán los escépticos, pero el hecho es que Miqueas había escrito siglos antes: “pero tú, Belén Efrata, pequeña para estar entre las familias de Judá, de ti me saldrá el que será Señor en Israel; y sus salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad” (Miq. 5:2).
Así que el tiempo del alumbramiento le llegó a María en el pesebre del atrio de la posada en la que no habían hallado habitación, debido a que todo Belén estaba atestado de los peregrinos que también habían acudido al censo.
Al mismo tiempo, no lejos de ahí, unos humildes pastores, a plena intemperie, “velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre su rebaño” (Lc. 2:8). De pronto, un suceso portentoso, sobrenatural ocurrió: una intensa luz proveniente del firmamento los envolvió y se les presentó un ser angelical. A los pastores los invadió un gran temor. El ángel, después de calmarlos, les dijo que les tenía noticias de felicidad, que “os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor” (Lc. 2:11), y les dio indicaciones: “Hallaréis al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre” (Lc- 2:12). Inmediatamente aparecieron una multitud de otros ángeles que alababan a Dios y decían: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lc. 2:14).
Es muy significativo el hecho de que Dios haya escogido a unos humildes pastores para ser los primeros a quienes se dio la buena noticia del nacimiento del Mesías. Y más, que esos encargados de cuidar las ovejas, eran especialmente despreciados por sacerdotes y escribas, entre otras cosas, porque no podían mantener las exageradas medidas de higiene que el Talmud exigía.
Fueron inmediatamente a ver aquello que Dios les había anunciado. José, María y los que se encontraban cerca de ellos, quedaron sorprendidos sobremanera cuando los pastores relataron lo que les había acontecido, y más, porque no había manera de que ellos hubieran sabido del nacimiento del niño, de no ser por el evento sobrenatural de que habían sido testigos. Y pues ahí estaba el bebecito envuelto en pañales, el Emanuel que un día diría: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Jn. 14:6).
Al mismo tiempo, guiados por otro fenómeno sobrenatural, un extraño lucero en el firmamento, vinieron unos magos (sabios) del oriente, y que probablemente sí eran reyes como dice la tradición, llegaron y adoraron al niño divino, y le presentaron regalos: oro, incienso y mirra (Mt. 2: 1-12).
Ya san Juan había dejado bien claro quién era ese niño: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” (Jn. 1:1), “Y aquel Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros…” (Jn. 1:14).
Era la segunda persona de la santísima Trinidad, la Palabra creadora del universo quien no escatimó el ser Dios y venir a humillarse con tal de salvar a los hombres. Suceso tan portentoso e inaudito, que hasta resulta comprensible que la mayoría de los intelectuales se nieguen a creer en él.
La tradición cuenta que hasta las potestades angelicales cerraron los ojos en angustia y se mesaron los cabellos al ver que el Todopoderoso, el Omnipotente, el Creador del universo, por voluntad propia, se revestía de humanidad en una frágil criatura de unos cuantos centímetros.
Aunque la Natividad es una fecha de gran gozo y alegría, como siempre lo es el nacimiento de un niño, y más el del niño-Dios, no debemos olvidar que nuestra salvación llegó por la cruz; nuestra redención por la sangre que esa criatura derramaría 33 años después. De hecho, el nuevo testamento, el nuevo pacto, empezó con la crucifixión, aunque el texto de los evangelios haga pensar que empezó con el nacimiento de Cristo. El viernes santo y el domingo de resurrección son fechas mucho más importantes que la Navidad, pero para que esto se diera, el Señor tuvo que haber nacido.
Así como los sacrificios de animales y demás rituales del antiguo pacto, y los actuales rituales (asistencia al templo, lectura de la Biblia, dar el diezmo, etcétera) valían y valen dependiendo lo que el hombre tenga en su corazón, los adornos, los regalos, el árbol, la cena de nochebuena, valen también en tanto tengamos en nuestra mente y nuestro corazón que el nacimiento del Señor se dio para que llegara la crucifixión, el derramamiento de su sangre preciosa que da la vida eterna (el cielo) a todo aquél que acepta su sacrificio.
Así que esta noche del 24 y el 25, sin alcohol, sin excesos, digamos con convicción: ¡Feliz Navidad!

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