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María Luisa y Punto y Coma
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2015-02-24 - 08:41
Las amistades literarias son extrañas. Algo tienen de admiración, de envidia, aunque mucho de complicidad. ¿Cuántas ediciones llevas, te dieron adelanto de regalías? Las amistades literarias comienzan por lo general en los “encuentros” del gremio. Así ocurrió con María Luisa Puga, en Cuautla, durante el Encuentro de Escritores de 1980. Los ahí presentes, Guillermo Samperio, Vicente Leñero, Hernán Lara Zavala, quedamos arrobados con la personalidad de esa muchacha tan desparpajada, autora ya de la asombrosa novela Las posibilidades del odio escrita cuando aún no cumplía los 30.

Así nació una amistad que en la Navidad de 2004 supimos trunca por el escondido mal que le fue diagnosticado. Murió el día de Navidad, como si hubiera querido contagiarnos con ello de tanta alegría desbordada bajo el árbol cuajado de luces.

La última vez que la vi, en el Hotel Beverly de la colonia Nápoles, (adonde llegaba para hospedarse en sus revisiones médicas) María Luisa ya no caminaba. Tripulaba una silla de ruedas roja. “Ni sabes”, me dijo, “todo el domingo estuve pintándola porque, dime tú, ¿cuándo habías visto una silla de ruedas colorada?”

María Luisa fue la escritora más original de su generación. Vivió su escritura como algo próximo al heroísmo. Su juvenil errancia (vivió en Londres y Roma) en los años setenta, nutriría el espíritu rebelde que habita en sus libros. Su estadía en Kenya, durante dos años, le permitió escribir esa novela maravillosa, Las posibilidades del odio, donde la protagonista es marginada por no ser negra, no ser inglesa y, cuando es confundida con hindú, debe revelar su condición de mexicana. “¿Mexicana! ¿Qué es eso?”.

Al inicio de los años ochenta, luego de su retorno al país, María Luisa se desempeñaba como revisora de libros en la editorial Siglo XXI. Se despertaba a las cuatro y media de la madrugada, escribía con el alba, y a las 9:30 iniciaba su otra jornada laboral. La Puga no conocía la elegancia “femenina”, y el día que la vi con minifalda pensé en Rosario, la de Popeye.

Así, un tanto a salto de mata, fue escribiendo sus casi veinte libros. Pero escondidos en lo alto del closet resguardaba una pila de libretas donde anotaba, acuciosamente, todo tipo de observaciones. No sé, 200, 300 libretas que mostraba al abrir el armario, con la timidez de la niña que promete “no lo vuelvo a hacer”.

En esos “diarios” está la clave -quiero suponer- de su obra completa. Elena Poniatowska lamentaba, ¿no habrá alguien que los quiera publicar? Y es que Elenita, la verdad, adoraba a la Puga, “la Puguis”, como le decía. Sus amigas cercanas en ese entonces eran Elena y Silvia Molina. Se juntaban los jueves por la noche, al amparo de una cafetera, y se leían mutuamente, se regañaban, se aconsejaban libros y autores, películas, se quejaban de sus maridos.

Por aquel entonces urdimos, la Puga y yo, escribir una historia a cuatro manos. Sería una novela epistolar donde su personaje (no ella) le escribiría a mi personaje (no a mí), y obviamente que el suyo sería masculino, y el mío femenino. Hasta teníamos ya las fotos del sujeto y la sujeta, que eran todo menos bonitos… Y a punto de iniciar se apareció el bueno de Isaac Levín, que se la llevó a Michoacán en cosa de semanas. Bueno, el amor existe; dicen.
Por ello ahora que la editorial Siglo XXI ha decidido reeditar la obra de María Luisa celebramos ese reencuentro en el tiempo. Así la recordamos en esos muy buenos años en su cabaña junto al lago de Zirahuén. Todos atestiguamos cómo ese profeta barbón, que parecía salido del Viejo Testamento, le regaló una vida feliz en mitad del bosque. No era una existencia idílica (María Luisa tenía las manos llenas de callos, por las labores del caso) y era feliz con sus tres perros silvestres llamados, precisamente, “Novela”, “Solapa” y “Punto y coma”, el favorito. Ah, que falta nos hace ahora, ella que amaba, como pocos, esto que llamamos vida.

[Los contenidos, estructura y redacción de las columnas se publican tal cual nos las hacen llegar sus autores.]

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