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Subieron a orar
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2016-10-22 - 13:50
El fariseo y el publicano.- 23 de octubre de 2016, celebramos el Domingo 30 del Tiempo Ordinario, Ciclo C, en la liturgia de la Iglesia Católica. El texto evangélico de este día es de San Lucas (18, 9-14) que nos presenta la célebre parábola del fariseo y el publicano que subieron a orar al Templo de Jerusalén. La parábola fue dicha por Jesús para los fariseos que se consideraban justos por sus propias obras, se sentían seguros de sí mismos ante Dios y despreciaban a los demás. El fariseo, puesto en pie, oraba en su interior dando gracias a Dios por no ser ladrón, ni injusto ni adúltero, ni pecador como aquel publicano. Además, ayunaba con frecuencia y pagaba el diezmo de sus ganancias. El publicano, por su parte, se postró a cierta distancia y se golpeaba el pecho, reconociendo su indignidad y su condición pecadora, mientras expresaba así su oración: “Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador”. Jesús concluyó su enseñanza expresando que el publicano bajó a su casa justificado mientras que el fariseo no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido. Los fariseos eran una minoría selecta del judaísmo, profundamente religiosos y herederos auténticos de la Ley de Moisés. Creían en la resurrección de los muertos y el juicio final, en los ángeles y el mundo espiritual. En ocasiones exageraban en la interpretación rigorista de la Ley, en el apego a las tradiciones humanas y al cultivo de su propia imagen de gente justa y piadosa. Los publicanos eran judíos que colaboraban como recaudadores de impuestos para el imperio romano. Eran despreciados y considerados como pecadores públicos, por su relación con el poder pagano dominante y por su oficio que se prestaba a la prepotencia, la deshonestidad y el abuso. El fariseo, como el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, aunque pretende ser un hombre religioso y cercano a Dios, tiene su corazón lejos de él y su oración, en vez de diálogo resulta un monólogo complaciente consigo mismo. El publicano, en cambio, representa a quien reconoce su condición de pecador, siente necesidad de la salvación y espera ser perdonado. La oración del publicano, por tanto, reconoce y acepta la innegable realidad pecadora del ser humano y la infinita misericordia de Dios para con los pecadores, a quienes invita a la conversión y alabanza.
Justos e injustos.- Para los cristianos, la justificación no es el fruto del cumplimiento de las obras de la Ley, sino que es un don de Dios ofrecido por la fe en Jesucristo muerto y resucitado. El mejor maestro en este asunto es San Pablo quien perteneció al grupo de los fariseos y era un excelente cumplidor de la Ley de Moisés. Para Pablo, no hay justos por una parte y pecadores, por otra, como pensaban los fariseos sino que ante Dios todos somos pecadores. La conclusión de Jesús en la parábola es revolucionaria. El publicano no ha podido presentar a Dios ningún mérito, pero ha hecho lo más importante: acogerse a su misericordia. Así, vuelve a casa transformado, bendecido, justificado por Dios. El fariseo, por el contrario, decepciona a Dios. Sale del templo como entró, sin conocer la mirada compasiva de Dios. Los que somos creyentes en Jesucristo corremos el riesgo de pensar que somos mejores que los demás. La Iglesia es santa y el mundo vive en el pecado. La sociedad moderna tiene tal poder sobre sus miembros que termina por someter a casi todos mediante ocupaciones, proyectos y expectativas, pero no para elevarlas a una vida más noble y digna en Dios. El resultado es deplorable. Las personas se van haciendo cada vez más indiferentes a lo importante de la vida. Son muchos los que viven sin certezas ni convicciones profundas. Preocupados por mil cosas no sabemos cuidar lo importante: el amor, la fe, la esperanza, la paz de la conciencia, la familia, los valores humanos y cristianos, el amor a la verdad, a la justicia, y al bien común, el respeto y aprecio a la vida humana, a la naturaleza, y a la hermosura de la creación.

+Hipólito Reyes Larios
Arzobispo de Xalapa

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