Francisco Cabral Bravo
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No es verdad el lugar común que asevera que el poder vuelve loco a quien lo ocupa, por más que abunden ejemplos a lo largo de la historia de gobernantes que lo ejercieron como si, en efecto, su influjo los hubiese desquiciado.
No es verdad tal aseveración porque también es posible encontrar en los anales de Clío casos de quienes gobernaron con prudencia e incluso con admirable acierto. Claro que la sensatez es menos espectacular y no causa tanta alharaca como la insania.
Pienso en Nelson Mandela. Tras más de un cuarto de siglo encarcelado salió de prisión para convertirse en presidente de un país en el que durante 44 años la mayoría negra estuvo sojuzgada, marginada, discriminada por la minoría blanca, que era apenas la quinta parte de la población. Incluso se atentaba contra Eros, estaban prohibidos los matrimonios interraciales.
Cuando Mandela fue liberado y elegido presidente del país, abundaban quienes ansiaban vengarse de la minoría blanca. El nuevo mandatario pudo desatar una cacería para desquitarse de los agravios de varias décadas. Se lo exigían incluso sectores del partido que lo postuló para la presidencia.
Pero Mandela, hombre sabio, humanista y con valores éticos inquebrantables, no tenía sed de venganza, sino anhelo de que su nación se hiciera un país democrático, con igualdad de todos ante la ley. Pudo haber optado por la revancha, optó por la reconciliación.
Calígula no nombró cónsul a su caballo incitatus, si es que esa divertida leyenda es verídica, porque el poder lo hubiese enloquecido, sino porque quería burlarse del Senado y, de este modo, mostrar su desprecio a las instituciones del Imperio.
Hitler Stalin y Mao no enloquecieron a partir de que llegaron a ser
los tiranos de sus respectivos países, desde mucho antes de que se convirtieran en dictadores, desde que militaban en la oposición, querían instaurar una dictadura para hacer realidad sus delirantes ideales. López Obrador llama traidores a los cientos de miles de ciudadanos que no están con él, pero no lo desquició el poder, sino un narcisismo rencoroso y despótico, al que el poder volvió más pernicioso, y para el cual solo hay una manera de que nos exima del grave cargo de traición: basta con que nos rindamos, que votemos por Morena. Entonces nos bañarían las aguas del Jordan, aunque al precio de entregar nuestro país sin pelear al partido que lo ha venido devastando.
Durante los últimos años, como sociedad, hemos mantenido tal cercanía con la tragedia, la desgracia y la muerte que se ha generado una suerte de indolencia que es cada vez más preocupante. Al parecer ya nos acostumbramos a escuchar o leer las noticias que nos hablan de la muerte con la misma ligereza con la que se anuncia un bloqueo en las calles o el cambio de precios en los productos de la canasta básica, de tal suerte que apenas logramos darnos por enterados cuando se da a conocer el asesinato de una persona más, el hallazgo de una fosa común o la desaparición de alguien que no volvió a compartir la mesa con su familia. Nos hemos acostumbrado a convivir con los signos de la violencia y caminar en la misma cera que la muerte. Pareciera que apenas nos llegan sus ecos, pero su sombra se empañan nuestra cotidianidad. Quizá, hace unos años, esta situación nos generaba otro tipo de impacto, nos podía abrazar una suerte de desasosiego que nos escandalizaba y enojaba al percatarnos que algo terrible sucedía en las calles de nuestro país y con la inseguridad.
Observábamos que la violencia ocupaba nuestra atención con mayor regularidad y que, si se trata de estadísticas, estás crecían de manera alarmante: los números eran el fundamento de los mítines y de las consignas para quienes aprovechaban dicha coyuntura en sus búsquedas políticas. Antes callaban como momias y ahora gritan como pregoneros, hay que entender eso también. No se necesita una exégesis, el agravio se explica por sí mismo.
En otro orden de ideas el 10 de diciembre de 1948 la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, reconociendo la dignidad ontológica y el valor único de cada persona en el mundo. Setenta y cinco años después, el papa Jorge Mario Bergoglio, tras 5 años de estudio en el Dicasterio de la Doctrina de la fe, presenta la Declaración Dignitas infinita. Este texto, revisado y corregido en 2019 con las aportaciones de expertos, ofrece un análisis profundo y original sobre la dignidad de la persona.
Las violaciones a este principio fundamental nos duelen y afectan a todos, sin importar creencias o ideologías. La lectura de este documento nos interpela e invita a defender la dignidad de hombres y mujeres en cada contexto cultural y en cada momento de la existencia, independientemente de distinciones físicas, psicológicas, sociales o morales. Nos muestra que la dignidad es una verdad universal y reconocerla deviene esencial para que nuestras sociedades sean justas, pacíficas y verdaderamente humanas.
¿Podemos hablar de dignidad en una cultura que la vulnera cada día? ¿Podemos decirlo en medio de sociedades que tratan a las personas como un objeto? ¿Podemos afirmar entonces que la dignidad es un valor que debe ser respetado siempre?
La Declaración Universal afirma con autoridad que la dignidad es intrínseca y que los Derechos humanos son iguales e inalineables para todos los miembros de la familia humana. En este contexto, nosotros, "los de a pie" podemos afirmar que atentar contra ella es un acto de nuestra libertad y no una negociación de su existencia.
La importancia de la dignidad humana se hace evidente ante las injusticias y abusos. Su reclamo prueba su existencia. Pero darle su justo valor implica el buen uso de la libertad. Promoverla exige condiciones económicas, sociales, jurídicas y culturales que pongan a la persona en el centro
A pesar de las dificultades, el concepto de dignidad ha avanzado en nuestra cultura moderna.
Prueba de ello es el deseo de erradicar el racismo, la esclavitud y la marginación, la defensa de las personas discapacitadas, la condena a la tortura y el abuso, la lucha contra la pobreza, los derechos de la mujer y la atención a los mayores.
Muchos de estos temas están en la Agenda 2030 de la ONU que, aunque discutible, confirma su necesidad de atención.
Por si fuera poco, no podemos pasar por alto que la dignidad humana enfrenta nuevos desafíos con el vertiginoso avance de la tecnología, surgen preguntas cruciales. La Inteligencia artificial, el uso de datos biométricos, el llamado derecho al olvido en internet y la vigilancia masiva son aspectos que requieren nuestra atención. La dignidad no debe ser sacrificada en nombre del progreso tecnológico.
Descanso la pluma un momento antes de continuar, porque me vienen a la cabeza terribles tragedias actuales, la pobreza extrema, la persecución racial o religiosa y la guerra. Parece que existe un doble discurso. Por un lado, el deseo real de Derechos humanos basados en la dignidad y, por otro, conductas que la ignoran.
No podemos acostumbrarnos a los ataques a la dignidad humana ni ignorar el constante llamamiento a respetarla. La ONU, la Iglesia y muchos movimientos de otros credos buscan despertar esta verdad. La persona humana tiene un valor intrínseco por encima de cualquier circunstancia. Esta dignidad no la otorga otra persona, ni un Estado o un gobierno, en su esencia misma. Intrínseco e infinito son adjetivos que adornan y enriquecen su valor. Atentar contra ella lleva a una sociedad no solo herida, sino rota. Una de las bases principales para asegurar la dignidad humana es la educación. Más allá de impartir conocimientos, la educación forma ciudadanos que son conscientes de sus derechos y responsabilidades.
Recuerde Montesquieu, teórico de la división de poderes, decía; "Todo hombre que tiene poder se inclina por abusar del mismo, va hasta que encuentre límites. Para que no se pueda abusar de éste, hace falta disponer las cosas de tal forma que el poder detenga al poder".
"Harto ya de estar harto, ya me cansé". Canturreando esta letra del maestro Serrat, de su inolvidable poema Vagabundear, Así me siento muy harto. Pinche política, qué asquerosa capacidad de saturar.
Recuerde cambiar la naturaleza del régimen de un país es una ardua tarea para cualquier sociedad.
Hacerlo por la vía democrática, lo es aún más.
En México esa tarea la han intentado un abanico de grupos e intereses a lo largo de su historia.
Pero ha sido la izquierda y los sectores progresistas quienes mayor huella han dejado en la memoria colectiva y en el desarrollo de México como nación.
El politólogo Adam Przeworski escribió con claridad: "La democracia es ese régimen político que permite certeza en las reglas e incertidumbre en los resultados".
Llegar a esa situación no fue fácil en México. “Todo el mapa político de México se va a redefinir”.
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