Sergio González Levet
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Mire, nadamás por no dejar, no vaya a ser la de malas, aléjese un poco del periódico o la revista en la que está leyendo este “Sin tacto”. Si lo hace a través de las benditas redes, no estaría de más que se alejara un poco de la pantalla. Es que, en una de ésas, Dios, en su infinita bondad, es capaz de hacer que los virus se puedan meter en nuestro organismo por el simple hecho de que nos acerquemos a un celular o una tablet o una laptop. No ha pasado, tampoco es que caigamos en la paranoia, pero las desgracias que nos ha mandado el Creador en este milenio, la verdad que son de pocos amigos.
Pues sí, estoy enfermo. Al igual que una enorme cantidad de personas, soy víctima de un resfriado que espero se quede en eso. Tengo cierta confianza porque me he puesto todas las vacunas recomendadas para protegerme de los virus mutantes que nos han asolado desde el fin del siglo XX: influenza, dengue, chicungunya, covid. Yo no le temo a los avances médicos ni creo en los rumores contra la ciencia que pululan en las redes, por eso aprovecho todos los medicamentos y las recomendaciones que hacen los especialistas.
Y me ha ido bien. Diría que hasta muy bien.
Bueno, pero caí en cama, asolado por un desguanzo y un dolor moderado de huesos y cabeza que me han estado importunando todo el día. En casa somos de alguna manera tradicionalistas con el protocolo para los enfermos, así que cuando alguien es quejado por un mal, de inmediato aparece una botella de Sidral Mundet al tiempo en el buró al lado de la cama. Antes, el médico venía unas dos o tres veces por semana, y era todo un acontecimiento, pero ahora las consultas se hacen por teléfono o, en el mejor de los casos, por la vía del zoom.
Y ya no hay que ir a la farmacia apresurado para surtir la receta que dejó el galeno, porque la pides por teléfono y te la surte un muchachito en moto. Te evitas, sí, los pésimos consejos que dan todos los farmacéuticos del mundo, ésos mismos que siempre quieren saber más que los doctores.
Hoy he estado y me han estado revisando la temperatura. Comí el inevitable y reconfortante caldo de pollo (que antes era de gallina), tomé todas las pastillas y las tabletas y los jarabes de acuerdo a la prescripción…
Y me siento de la patada. El cuerpo cortado, sin poder tomar nada frío, refundido en la cama y sin hacer ningún movimiento o acción que parezcan peligrosos a los ojos de mi querida cuidadora.
Estar enfermo sigue siendo parte de nuestra vida. La diferencia es que antes le pedíamos al Señor que nos curara y ahora que no vayamos a caer en las manos de López Gatell… y de su jefe el aprendiz de danés.
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