Sergio González Levet
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[Por razones del tema, me veré precisado a poner aquí algunas palabras de grueso calibre, lo que no acostumbro. Espero que las personas de sensibilidad progresiva entiendan esa necesidad].
Nos sucede a menudo a todos que cuando queremos componer un dislate terminamos haciéndolo más grande. Particularmente, eso pasa mucho con el lenguaje, porque insistimos en parecer elegantes al usarlo y solamente alcanzamos a ser ridículos.
Vean los eufemismos. La RAE los define como “Manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”, y enlista una buena serie de sinónimos: “indirecta, alusión, rodeo, perífrasis, circunloquio, atenuación, ambigüedad, disimulo.”
Dicho de forma llana, usamos el eufemismo para no decir palabras y expresiones vulgares, groserías pues, de las que tan llenas está nuestra habla mexicana… y que tan pegajosas son.
Escucho el discurso de aceptación del doctorado honoris causa que le dio la Universidad Autónoma de Nuevo León a Joan Manuel Serrat y el gran poeta relata que se tuvo que venir a vivir a México en 1979, exiliado por la dictadura franquista, y que fue conquistado por nuestro país y nuestra gente. “Le entré al taco, al chile, a los albures… y aprendí lo lejos que queda la chingada”.
Mal hablados somos por naturaleza y por historia. El lingüista don Juan Miguel Lope Blanch me dijo hace muchos años que él consideraba que las groserías mexicanas habían nacido como eufemismos. Los insultos españoles se circunscriben a exclamaciones que tienen que ver con votar a Dios (¡voto a Dios!, gritan, como acá los chairos votan por AMLO) o a hacer sus necesidades más grandes en todo lo que se les ocurra: me cagun la mar oceana, ¡me cagun Dios!, etc.
Así que los pobres monjes le imploraban a los indios: No digas “¡Me cagun en el rey!”, di mejor “Pendejo”, o “Cabrón” Y así pudo haber nacido el rico lenguaje malsonante mexicano.
Debo reconocer que en mi habla diaria yo he sido picado por el virus -lo que confieso no sin pena ajena-, pero es que resulta tan sano y tan exultante decir frases como: “¡Ay, qué ganas tengo de decir chingao!”, así, totalmente exclamativa.
Por eso en mi diario peregrinar por las calles al volante del auto terminaba por caer en ese vicio nada solitario, y exclamaba cuando algún cafre arrimaba sin gentileza su laminada humanidad, convertida en un camión sonante y tronante: “¡Órale cabrón!”
O cuando alguna señora en su camionetota trataba de ganarme el lugar que yo merecía en la fila de coches: “Pinche vieja” (sí, sí, lo confieso, alguna vez cometí esa tremenda falta, y en presencia de mis hijos adolescentes, pero he pagado por ella en mi conciencia y he dado señales claras de arrepentimiento).
Eso sí, recurrí al eufemismo pensando en los oídos candorosos de mis vástagos y me acostumbré a gritar mejor:
—¡Tenga usted cuidado, honorable caballero!
O, en el caso terrible de la señora:
—Por favor, ¡vaya más despacio, distinguida dama!
No sabe igual decirlo así, pero mis hijos aprendieron a hablar un poco menos mal.
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