27 de Abril de 2024
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De las lenguas viperinas…
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2015-08-22 - 09:41
“Libra mi alma, oh Señor, del labio mentiroso, y de la lengua fraudulenta.”
Salmos 120: 2
Poco se suele meditar acerca del enorme poder de la palabra, oral o escrita, para influir en las conciencias. Su poderío es tal, que de una simple conversación privada, por el fenómeno de la propagación, se puede derivar la ruina en la reputación de una persona; la quiebra de alguna empresa, o hasta la caída de un gobierno. Ni qué decir cuando se afirma algo públicamente, a través de algún medio de comunicación masiva. Lo que se dice debería siempre ser filtrado por nuestra conciencia, cuando no por las leyes que previenen la difamación. Es sorprendente la cantidad de versículos y aún párrafos enteros, en que en la Biblia Dios nos advierte contra la calumnia, contra el falso testimonio y contra el chisme en general. Y es que las habladurías son realmente de lo más denigrante que puede albergar la conducta humana. La destrucción que puede producir un infundio adquiere proporciones insospechables cuando las circunstancias favorecen la siembra del odio.
La máxima de que “toda persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario” es un principio divino, sí, es un precepto de Dios; aunque los hombres lo incluyan literal o implícitamente en sus constituciones, códigos y sistemas jurídicos en general (y qué bueno que lo hagan) su origen es superior, trascendental, y debería regir, no sólo en las leyes de los estados, sino sobre todo en nuestras conciencias, cuando nos invada la soberbia y nos sintamos con la autoridad para juzgar al prójimo. Porque sólo Dios conoce el corazón del hombre; constituye una arrogancia aberrante pretender adivinar la intención de los demás.
Dice el historiador y teólogo William Barclay: “Si no tienes nada bueno que decir de una persona, mejor no digas nada”. El hablar mal de las personas o instituciones perjudica nuestra alma, nos daña a nosotros mismos, incluso, aunque lo que digamos sea cierto en determinado momento. Sólo estaría justificado, cuando alguna crítica negativa pudiese traer alguna mejoría cualitativa y/o cuantitativa a la sociedad, a nuestra familia o a nosotros mismos. Vamos, ¿de qué nos sirve, por ejemplo, ponernos a zaherir, a denostar al presidente, al gobernador o a cualquier alto funcionario, periodista de renombre, artista o figura pública en general? ¿Lo hacemos como crítica constructiva, con el afán de que se cambie para bien? ¿O lo hacemos sólo para desfogar nuestras frustraciones personales, para dárnoslas de valientes atacando al poderoso o hasta por simple envidia?
“El que guarda su boca y su lengua, su alma guarda de angustias.”
Proverbios 21: 23
Volviendo al principio de “toda persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario”, si hemos de hablar mal de un familiar, de un “amigo”, de un conocido, de un funcionario público, de un artista, etc., nuestra obligación es presentar las pruebas de lo que decimos; de lo contrario estaríamos incurriendo en calumnia, en falso testimonio; y esto, aunque resultara cierto lo que dijimos en algún caso. Si lo afirmamos sólo porque lo escuchamos de otra persona o haciendo caso de rumores igualmente cometemos falso testimonio, insisto, aunque en determinado momento resultara cierto lo declarado. Y esto se debería tener siempre en cuenta, no sólo por las implicaciones judiciales que pudiese tener al hacerlo público e incurrir en los delitos de difamación, calumnia y falso testimonio, sino (más importante) por las implicaciones espirituales en nuestra conciencia, como seres humanos. Para Dios es igual transgresión que lo digamos en una simple conversación privada, aunque no tenga efectos en cuanto a la ley.
Desgraciadamente, el estigma de una falsa acusación perdura, frecuentemente hasta la muerte y después. Si leemos en un periódico, por ejemplo: “Fulano de Tal es acusado de…”, la inmensa mayoría van a ignorar la palabra “acusado”, y van a dar por hecho que la persona cometió el delito, sin dar lugar en sus mentes al principio ya citado de la presunción de inocencia, haciendo a un lado el hecho de que todavía falta un proceso que deberá demostrar, con pruebas, la culpabilidad o inocencia del imputado. Y aunque en el caso se sentencie la inocencia del sujeto a proceso, se compruebe que la acusación fue falsa; incluso aunque se expidan disculpas públicas, las mayorías, que tienden al mal por naturaleza (Gn. 8: 21), de la persona implicada se van a quedar con la imagen de ladrón, violador o lo que sea. El falsamente imputado queda marcado de por vida. Y aún en casos que no tienen repercusión legal, la reputación de una persona puede quedar deshecha para siempre en una simple plática de café con el dicho de alguna persona que, debido a la inconsciente credulidad de la gente, provoque la propagación de una falsedad. En esos momentos el vulgo no considera que hay individuos que, no sólo manejan medias verdades o esparcen simples rumores, sino algunos que mienten abierta e impúdicamente. Unas simples palabras dichas con mala intención o por inconsciencia, han destruido matrimonios y familias; han hecho quebrar empresas; acabado con carreras de profesionistas y religiosos, hasta han llegado a tirar gobiernos.
“Las redes del odio”
Así subtituló el columnista Gustavo Cadena Mathey un comentario que escribió acerca de las redes sociales en uno de sus recientes artículos. Y es que en verdad, el libertinaje es el más eficaz destructor de la libertad.
Un instrumento maravilloso, que ni escritores de ciencia ficción u obras futuristas previeron, como es el internet, y que cuando es bien utilizado trae grandes beneficios, a nosotros mismos como individuos, y a las sociedades en general, se está desviando (si no es que ya se desvió, de hecho) de su objetivo bienhechor, y se está usando mucho más para mal que para bien. Y dejando a un lado por el momento cuestiones obvias como la difusión de pornografía o el reclutamiento de terroristas, las redes sociales “se han convertido en el resumidero de rencores, fobias y notables vehículos de promoción del odio” (Rafael Cardona, citado por el señor Mathey). El columnista Cardona ejemplifica el hecho con los recientes acontecimientos que involucran a los gobernadores Duarte de Chihuahua y Veracruz que “han sido blanco de la ira casi anónima de los usuarios de estas redes, prueban la intensidad de la biliosa posibilidad de insultar y desear la muerte de cualquiera, sin consecuencia de ninguna naturaleza” (Ídem).
La maledicencia es uno de los principales padecimientos que envilecen a la humanidad. Tomemos medidas (primeramente en nosotros mismos) para combatirla.
Y hasta el próximo sábado, si Dios lo permite.
raulgm42@hotmail.com

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