José Luis Amaya Huerta
Hace unos días, el gobernador de Veracruz, Cuitláhuac García Jiménez, se refirió a un diferendo público que tuvo con el alcalde del Puerto de Veracruz, quien hizo uso de un lenguaje no apropiado para referirse al mandatario estatal.
El Gobernador señaló que él no puede dirigirse del mismo modo al alcalde, por respeto a su investidura, es decir, a su representación democrática y popular.
En efecto, tanto el alcalde como el Gobernador representan, el primero al pueblo y gobierno de la Ciudad y Puerto de Veracruz, y el segundo al Pueblo y Gobierno del Estado Libre y Soberano de Veracruz de Ignacio de la Llave.
La investidura de ambos, legítima y constitucionalmente electos, los compele a conducirse en un marco de respeto y cooperación para lograr sus fines de gobierno, en beneficio de sus representados.
Uno de estos fines, sin duda, es el de la seguridad de los ciudadanos.
En su ensayo Estado y Política, Fernando Vallespín Oña, cita a Thomas Hobbes cuando afirma que en sus orígenes, el fin fundamental del Estado reside, sobre todo, en dotar de seguridad a la población que habita en su territorio, en imponer un orden interno y velar por su defensa frente a posibles enemigos exteriores.
Para lograr lo anterior, el Estado tuvo que convertirse en el único titular de la fuerza física en todo el ámbito espacial que le correspondía. La administración-gestión de la violencia en régimen de monopolio se convirtió desde entonces en la máxima seña de identidad del Estado.
Bajo este paradigma, refiere Vallespín, la pura amenaza de la fuerza física o la sanción del poderoso puede ser un potente estímulo para la obediencia, pero como también observó Hobbes, ésta no podría ser plena si no se institucionaliza, es decir, si no es omnipresente, continua y eficaz, y afecta a todos por igual, y si no se ofrecen razones suficientes que hagan del sometimiento una opción más deseable que su contrario.
En esta línea de pensamiento, la institucionalización del poder se consigue mediante su vinculación al derecho, que logra organizar una estructura más o menos efectiva para la gestión de la violencia.
Lo interesante es que tal estructura conforma una unidad simbólica que con el transcurrir del tiempo logrará realizar la difícil tarea de trasmutar el poder en autoridad, es decir, en poder que goza del consentimiento de aquellos sobre los que se ejerce, y permitirá que sea aplicado a fines sociales diversos y no exclusivamente a velar por la seguridad y la paz social.
En este marco hace su aparición el concepto de legitimidad, la otra cara imprescindible del poder del Estado, el cual, a través del derecho traza los límites de lo que puede o no hacerse.
El derecho se convierte de este modo, en el instrumento idóneo que permite garantizar el orden social y al mismo tiempo, tiene la particularidad de acoger en sí dos diferentes criterios de legitimidad: ser al mismo tiempo el instrumento de la paz y el de la realización de la justicia.
Y habría que recordar que solo dentro de un orden justo, es decir, dentro de un estado de derecho, es posible una paz duradera.
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