Francisco Cabral Bravo
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La temperatura se eleva sensiblemente a cada momento, de una y otra trinchera surgen proyectiles inyectados de crecientes dosis de metralla que buscan impactar los respectivos centros de gravedad de cada adversario.
Si la intención de proponer en el peor momento y de mal modo la reforma constitucional del régimen político-electoral era quemar tiempo, ocultar asuntos importantes y problemas graves, desvanecer la campaña anticipada de los nominados a la sucesión, vulnerar a la autoridad electoral y distraer a la oposición sin darle margen de entenderse ni organizarse en el bloque, la operación ha sido magistral hasta ahora. De no ser así y, en verdad, el Ejecutivo procuraba sacudir la estructura política y electoral en el marco de un supuesto cambio de régimen, qué oportunidad dejó ir, qué revés recibió, qué enorme deuda política adquirió y qué desconfianza ha generado. Qué clase de revolucionario hecho en las urnas y no en las armas es aquel que, tras ser derrotado en la principal batalla y batirse en retirada echando tiros sin sentido declara algo es algo.
En el ánimo de asegurar la base electoral, dejar huella emblemática de su paso y, eso sí, introducir cambios plausibles insustanciales en el ámbito laboral y fiscal, durante la primera mitad de su gestión, el Ejecutivo no tocó dos pilares claves que posibilitarían fincar la pretendida cuarta transformación. Confundió lo accesorio con lo principal. La reforma hacendaria estuvo en su horizonte y la político-electoral la consideró tardíamente. Justo cuando la fuerza del movimiento había perdido posiciones en la Cámara de Diputados y cuando, de acuerdo con la costumbre, modificar la Constitución en el rubro electoral y político era inoportuno.
En tal condición, impulsar la reforma del régimen exigía enorme apertura, disposición al diálogo y la negociación, inteligencia política, exactamente lo contrario de la estrategia adoptada: cerrazón, monólogo, imposición, fuerza. A menos, desde luego, que la intención fuera solo crear un juego artificio.
Si bien la propuesta presidencial de reforma constitucional de régimen contenía aspectos inaceptables, tenía otros dignos de considerarse. Asuntos que incluso, muchos de quienes resolvieron resistiría a rajatabla sabían y saben de la pertenencia de esos cambios. Un deseo procedimental de tal magnitud que exige esclarecer si constituyó o no un fraude. Una reforma nivel reglamentario que suple la visión de Estado, por el interés del partido en el poder. Un proyecto que no reforma sino deforma el sistema electoral. Hoy, el dictamen de la reforma electoral, del capítulo político no quedó ni en el suspiro, se encuentra en el Senado y falta por ver su destino inmediato y mediato.
Falta por ver cómo conduce su trámite el senador Ricardo Monreal, a quien se advierte presa de presiones provenientes de diestra y siniestra, como de arriba y de abajo, pero también con un as para negociar con quien quiera. Falta por ver eso y, en caso de ser aprobada de nuevo sin consenso, si la oposición recurre su legalidad y validez en la Suprema Corte. Sabemos que legislar es un verbo que implica diversas acepciones que generan puntos de vista contrastantes. Es parte de nuestra historia que se mire con recelo a quienes ocupan un lugar en el llamado Poder Legislativo: entre las súbitas e inesperados carreras políticas, las sospechas de triquiñuelas, además de los aparentes obras de magia que se realizan gracias a la partidocracia dominante, muchas veces parece inexplicable que ciertos personajes sean las y los titulares de escaño en el que se decide el rumbo del país.
Parece que existe una competencia entre senadores y diputados por tratar de consolidarse como la legislatura de mayor trascendencia. No importa si es su labor impecable y prístina o gracias a sus humorísticas ocurrencias. Y bajo la premisa de esta última consideración, vaya que han sido productivos.
Así, no es extraño que entre las filas de quienes participan en las organizaciones políticas consideran como un primer objetivo ocupar un lugar en la Cámara que esté más cercana a sus posibilidades. Cuestionar la formación académica o política de quienes integran al Poder Legislativo es atizar el fuego de una añeja discusión. Bien sabemos que un grado académico no es garantía de inteligencia, ética y, mucho menos, de un verdadero compromiso con la sociedad. Aunque le resten importancia, es el caso de muchos legisladores, sólo es cuestión de cumplir con los requisitos necesarios y una trayectoria política en la que se hayan obtenido los merecimientos suficientes, según el partido el canto de los chapulines.
Se necesita salir en la fotografía, como decía antes. Por ello, quienes ocupan esos escaños son capaces de llevar a cabo todo lo que esté a la mano para llamar la atención de sus líderes de bancada, para que sus nombres quizá lleguen a los oídos de los que tejen el destino de sus partidos porque, es claro, que no necesariamente son representantes de la sociedad. Por ello, la crónica de lo que sucede el ámbito de ambas cámaras se ha convertido en un escaparte de despropósitos que son dignos del esperpento teatral o de una mala reinterpretación el surrealismo tan propio de los mexicanos. Claro, si como sociedad llevamos a cabo situaciones tan incomprensibles, ¿por qué las y los legisladores serían diferentes? En realidad suelen ser el más caro de lo que somos; sin olvidar que la gran mayoría ha llegado por nuestros votos, por sus promesas, por articular de mejor manera sus campañas llenas de banderitas, porras y algún refrigerio, que se agradece luego de esperar durante horas la letanía de quienes se venden como la diferencia que el porvenir necesita.
Tampoco es el lugar para señalar, por enésima ocasión, que gozan de una admirable capacidad para realizar arduas y pesadas jornadas de trabajo que harían empalidecer a los trabajos de Hércules. Vaya misterio el que implica su concepción del tiempo y los días laborales. Allí están, como parte de la historia; aunque sea gracias a sus "divertimentos", ocurrencias y disparates. Y vaya que, en esta legislatura, las y los diputados, en particular los del partido oficial, nos han regalado joyas del humorismo político que se levantan como humaredas que se suman para distraer la atención de los problemas más sustanciales que, por cierto aminorado con disciplina.
Lo más curioso es que se asumen como francos herederos del estilo del Ejecutivo para decir despropósitos cuando tienen el micrófono y las cámaras frente a sí. Asumen que su filiación política les da derecho al disparate o a responder ofensivamente a quienes sí cumplen con su trabajo en las ruedas de prensa al cuestionarles de manera profesional por sus endebles argumentos. Mejor ni hablar de la seriedad en las discusiones y las decisiones trascendentales para el país. Sí, al parecer no serán las únicas joyas que se suman al humorismo propio de las cámaras o del acontecer legislativo. Pero, ¿reír o llorar? Usted responda.
Me vino a la cabeza esta cita de Alicia en el país de las maravillas: ¿Podrías decirme, por favor, qué camino debo seguir para salir de aquí?( pregunta Alicia). Esto depende en gran parte del sitio al que quieras llegar (Gato Cheshire) No me importa mucho el sitio (Alicia). Entonces tampoco importa mucho el camino que tomes (Gato Cheshire). ("Lewius Carroll)
Salvo que ocurra un milagro en el Congreso de la Unión( y los milagros no existen), México irá a elecciones federales con un modelo electoral que generará incertidumbre no sobre el ganador de los comicios para la Presidencia ( y otros puestos), como actualmente, sino sobre la competencia misma. Pero hay actores que lidian mejor que otros con la incertidumbre.
Hay un texto de la politóloga Soledad Loaeza en el libro Acción Nacional. El apellido y las responsabilidades del triunfo (El Colegio de México, 2010) donde expone algunas de las dinámicas que han acompañado a nuestras elecciones y la actuación de algunos partidos frente a las mismas.
Loaeza subraya que "en un sistema democrático los riesgos de una elección son limitados: pueden significar la sustitución de los gobernantes, pero las derrotas al igual que las victorias son necesariamente temporales, pero son riesgos calculados. En cambio, en regímenes autoritarios los riesgos que acarrea una elección son mucho más profundos, porque pueden poner en tela de juicio la continuidad de los actores políticos, la estructura misma de denominación".
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