Sergio González Levet
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En seguimiento a la anécdota que conté ayer sobre el socavón de Naolinco, ahondo un poco más en el personaje que dio la fabulosa idea de llevarse el agujero desde el centro del pueblo hasta la cañada. Es ni más ni menos que Ficticio Ladrón de Guevara Oliva, un paradigma que se repite en casi todos los pueblos de Veracruz, por no decir que de México entero.
Es una suerte de filósofo popular, un Sócrates redivivo -en muchos casos más bien un Diógenes prácticamente en situación de calle-, que regala a quien quiera aprovecharlos los dones de su pensamiento, en forma de ideas prácticas. Y cuando digo “regala” es porque no cobra un solo peso por sus servicios, aunque sobrevive gracias a una especie de para-economía que le permite ir por la vida da manera gratuita, porque todos sus vecinos tienen la oportunidad de regalarle un mendrugo de pan, un trago de buen licor, algo de ropa, medicinas y todo lo que necesita una persona frugal para sobrevivir en el mundo, como lo hacía en este caso Ficticio, a quien sus cercanos -que son todos- le decían Ficto, no Fito como a los adolfos o rodolfos, sino Fic-to, con énfasis tonal en el sonido fuerte de la letra c: Fi-c-to.
La idea sobre el socavón pinta de cuerpo entero los alcances pragmáticos de la mente de nuestro amigo ya ido (falleció hace varios años, y su velorio y su entierro fueron los más concurridos que recuerde el pueblo). Pero hay otra anécdota que persiste en el imaginario colectivo y que cuentan en cada ocasión que se presenta para que no se olvide: la del arnés para levantar el mundo.
Ficto pesaba 65 kilos cuando decidió entrar al gimnasio del pueblo para modelar su cuerpo. Decir “gimnasio” es un atrevimiento de la imaginación, porque le decían así a un cuarto en el que don Pedro Barradas había puesto unos aparatos hechizos para hacer ejercicio, porque las pesas no eran tales sino dos botes llenos de cemento, empatados con un tubo galvanizado. Y así por el estilo.
Nadie sabía el motivo de la decisión de Ficto de hacerle al “Charcheneguer”, pero emprendió la tarea con gran entusiasmo y determinación, al grado que en unos meses ya podía levantar una pesa de 70 kilos (35 en cada bote), con lo que alardeaba de que era capaz de levantar más de su propio peso.
Lo que siguió es que nuestro héroe fue a ver al mejor talabartero de Naolinco, en donde había muchos y muy buenos, y resultó que era don Pepe Guevara, pariente suyo aunque se había quitado el “ladrón” de su apellido original. Al artesano le pidió que le hiciera un arnés que rodeara su cintura y del que salieran a cada lado sendos cintos de cuero.
Cuando don Pepe le entregó el adminículo a satisfacción, Ficticio llamo a todo el pueblo a la plaza central para que pudiera ser testigo del prodigio que iba a realizar el Pensador.
Llegó mucha gente, obvio, y cuando hubo suficiente parroquia Ficto subió al templete que estaba puesto frente al Palacio Municipal para las fiestas septembrinas. Se colocó el arnés, amarró los cintos laterales a cada extremo de la pesa de 70 kilos que había llevado, y anunció que como podía con ese peso, ¡se iba a levantar él mismo!
Los amigos que quedan vivos del ingenioso Ficto no quieren decir qué fue lo que sucedió con ese levantamiento, y el secreto sigue guardado en el cofre más cerrado de la historia naolinqueña.
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