27 de Abril de 2024
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La espera.
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2015-06-20 - 09:55
“… para que vuelvas a endulzar
mi mala leche con tu paz…”
Nacho Cano


Caminé por el parque Juárez un tanto aturdido por la espera. De repente volteaba hacia la intersección de Enríquez y Revolución… Sólo siluetas de personas que cruzaban la calle sin que ninguna me fuese conocida. Me sentaba y me paraba en las bancas metálicas cuidándome de que no estuviesen mojadas o con alguna oprobiosa suciedad de paloma. Pero mi ánimo no se apaciguaba. De repente se me ocurría que debía irme y quedarme con la duda para siempre. Pero no. Era mejor asumir todos los riesgos, fuese como fuese. Algunos goterones insulsos comenzaron a caer, pero el cielo ni siquiera tuvo la valentía de desatar un aguacero. Esa hubiese sido una solución parcial para mi situación. Voltee hacia arriba. Sólo una que otra nubecilla gris, y las demás tan blancas como la nieve. Definitivamente la lluvia no me iba a salvar. Di varias vueltas alrededor del busto de Francisco I. Madero; me dirigí a la fuente norte del parque, y ahí también di varias vueltas, alternando mis miradas hacia la entrada principal del parque y hacia el agua de la fuente y su chorrillo defectuoso que me hizo recordar la canción de Cri-Crí. De pronto sentí un escalofrío en la espalda que hizo estremecer mis vértebras al pensar que también por el lado del Ágora podría llegar y tomarme desprevenido. No quería que me viera antes que yo. Caminé decidido hacia la otra fuente, la que está más cerca de la entrada lateral de Palacio de Gobierno. La pila era igual a la otra, sólo que con más hojas verdes en el agua, con su chorro igualmente defectuoso. De Palacio salían algunos funcionarios trajeados con sus alchichincles, lo que crispó aún más mis nervios no sé por qué. Caminé luego hacia donde estuvo alguna vez el quiosco de periódicos y revistas. Alcé la vista hacia la torre de catedral. Hasta ese momento me percaté de que las campanas son doradas. Comparé la hora del gran reloj con la de mí reloj de pulsera, “las siete y veinte”, pensé. Todavía tenía 10 minutos antes de la hora convenida. Por el horario de verano aún era totalmente de día y no oscurecería hasta después de las ocho. Las aves, de momento, parecieron enloquecer y volaron al unísono hacia mí y creí que alguna iba a chocar contra mi cara por lo que me la protegí con una mano. Luego pensé en comprar una bolsa de papas para calmar mis nervios, pero no; no quería que me fuera a encontrar comiendo frituras. Me detuve a observar a algunos muchachos que hacían peripecias en patineta. Envidié la despreocupación que mostraban. Miré nuevamente hacia la entrada principal. Después de algún motociclista que subió Revolución dejaron de pasar coches. Me aproximé a ver a qué se debía. ¡Ah! Algunos manifestantes habían bloqueado la circulación de Enríquez, frente a Palacio de Gobierno. No supe en ese momento si eso podría cambiar de alguna manera mi situación; no tenía por qué, sin embargo el nerviosismo me tenía al borde de la paranoia. No quise ver la hora en mi reloj, como si eso fuese a resolver algo, pero sabía que ya pasaba de la hora acordada por uno o dos minutos. Volví a caminar hacia donde se encuentran los boleros. De repente me dieron unas ganas de patear un pichón… Pero me contuve; pensé que tal vez alguno de los que andaban por ahí pudiese ser un émulo de Lolita Ayala.
Un vacío en el estómago y una salida de ritmo de mis latidos me invadieron de pronto, cuando observé a lo lejos una silueta esbelta. Traía un conjunto rojo con vestido hasta las rodillas, tacones altos y caminar desenvuelto como de modelo de pasarela. Caminé hacia ella decididamente apretando los músculos del vientre para contrarrestar los exabruptos metabólicos de mi cuerpo. Al acercarme di tal suspiro y me relajé física y mentalmente de tal manera que casi me desvanecí. Lo que más me había confundido fue su cabello negro a lo príncipe valiente visto desde lejos. Ni modo. Me llevé la mano derecha extendida al pecho para sentir mis latidos. “No pasa nada”, pensé. La espera seguiría. De alguna manera ese momento de tensión sirvió para aminorar mi ansiedad. Ahora sí. Me acerqué a uno de los carritos de nieves del centro del parque. “Hay de mamey y de fresa jefe”, me dijo entusiasta el nevero dejando ver la chimuelez de su dentadura. Pedí un vasito de fresa. Nunca me han gustado los barquillos. Los condenados pichones volvieron a pasar en tropel a través de mí; sí, a través, porque la infame parvada se dirigió directamente hacia mí, pero mis expectativas habían cambiado radicalmente; ahora lo único que me preocupó fue que me fuesen a tirar mi helado… Me volvieron a dar ganas de patear un maldito pichón…
Al paladear el frío sabor de la fresa me sobrevino un “flash back” y con los ojos cerrados, entre el reverbero de una sutil niebla, me pareció volver a estar en un ya desaparecido Café y Arte de Xalapa, allá por el rumbo de Las Ánimas. La melancolía volvió. Ni el júbilo de algunos pequeñuelos a los que sus padres les habían comprado globos pudo levantar mi ánimo ni mitigar mi nerviosismo. Voltee a ver a dónde estaban las palomas. No las vi. Habían desaparecido. Ya no importaba. Ya todas las personas que se encontraban en el parque y más allá eran para mí siluetas, sombras sin vida. Alcé la vista para contemplar las enormes araucarias queriendo de algún modo modificar mi percepción de las cosas. Pero fue inútil; no funcionó. Pensé en refugiarme en el Ágora, pero al no encontrarme en la explanada del parque pensaría que no vine. Todavía había suficiente luz para sentarme y ponerme a leer. Estaba leyendo “La sonata a Kreutzer” de León Tolstoi. Pero no. Al estar concentrado en la lectura tal vez llegaría y me vería, y tal vez se arrepentiría y se iría. Sí, estaba al borde de la paranoia. Una ligera brisa fría vino a darme consuelo en medio de todo. Escuché campanadas en catedral. No sabía ni me importaba si eran para dar la hora, llamar a misa o qué. Me entretuve unos segundos viendo a las personas que se encontraban en las mesas de afuera de La Parroquia, lo que antes fue Terraza Jardín. Me senté en la banca de la esquina, la más cercana a la entrada principal del parque, frente a la intersección de Enríquez y Revolución. Los residuos de mi nieve se habían derretido; aún así me la acabé a cucharadas. Xalapa es impredecible. Siempre sí se desató la lluvia. El agua empezó a escurrir en mi frente…
“… quiero que no me abandones
amor mío al alba…”
Luis Eduardo Aute
Y hasta el próximo sábado, si Dios lo permite.

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