Sergio González Levet
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El magnífico escorpión reinaba en su nido y en sus alrededores.
Era un animal que había hecho del mandar un concepto diferente, porque en su casa solamente había una voluntad y una opinión: la suya. La dama escorpiona y sus ¿cachorros? lo obedecían sin chistar porque conocían su temperamento acuñado en 435 millones de años de andar peleándose con los insectos que se come y hasta con algunos vertebrados pequeños, a los que mata con su ponzoña y también se los engulle. Se ve que su propio veneno no le hace daño ni le causa molestias en su opistosoma, que es el abdomen y mucho menos en su prosoma, o sea el cefalotórax.
¿435 millones de años? Sí. Los científicos han logrado desentrañar que los alacranes -si nos referimos a ellos con el vocablo de origen árabe- empezaron su peregrinar en la tierra en la era paleozoica, y más precisamente en el periodo silúrico. Pero además un buen ejemplar puede llegar a vivir hasta 25 años, que es una eternidad en términos escorpionescos. Eso quiere decir también que han conseguido una gran habilidad en mandar y en picar, con la cola.
Así que el escorpión magnífico de esta historia tenía de qué ufanarse y lo hacía todas las mañanas, cuando la señora de la casa -es un decir- y los nenes se reunían para escuchar las hazañas del cabeza -y cola- de la casa.
Nuestro héroe de los rincones y las grietas relataba cómo había picado a innumerables animales y hasta a varios seres humanos: princesas de glúteos estrechos, matronas entradas en carnes, musculosos señores, ingenuos adolescentes y niños descuidados. Él no lo sabía, pero por su aguijón habían pasado las venas de reyes y políticos, que también se creen reyes; de músicos y escritores notables; de cortesanas y mujeres puras; de prelados y seglares.
Debemos admitir que el poderío doméstico de nuestro amigo tenía una pequeña fisura, y era que su señora de repente le pedía que hiciera algunos pequeños mandados para que ella pudiera cumplimentar algún antojo, aunque no estuviera precisamente en periodo de celo. Esa orden era la venganza contra cientos de millones de años de sumisión y malos tratos, y por eso no era negociable de ningún modo.
He ahí el motivo por el cual el escorpión salió corriendo ese día en busca de un racimo de cerezas. Buscó y buscó en el bosque hasta que encontró una frondosa planta de los sabrosos frutos.
Pero, ay, estaba del otro lado del río. Se lamentó de que él y su especie nunca hubieran tenido la delicadeza de aprender a nadar, y se puso a buscar la forma de remontar el líquido obstáculo.
Encontró a un sapo que estaba en la orilla y le pidió que lo pasara al otro lado. El batracio, que no era nada tonto, le dijo que eso era imposible, porque cuando lo llevara a cuesta le iba a picar y se hundiría. El alacrán lo convenció con el argumento de que si lo picaba, él mismo iba a morir.
Eso convenció a sapo, dejó que trepara sobre él y se lanzó al agua. Iban a la mitad cuando el escorpión izó su cola y le dio un picotazo mortal a su sustentante.
—¿Cómo es posible que hayas hecho eso? Nos vamos a morir los dos —se lamentó el nadador mientras se hundía.
El escorpión sólo alcanzó a decir:
—Es que no puedo ir en contra de mi naturaleza.
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