Sergio González Levet
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Veo en Facebook el video de una persona que afirma rotundamente que la manteca de cerdo es mucho más saludable que los aceites para freír derivados de semillas y otros productos vegetales.
La persona, que tiene la imagen de ser un conocedor del tema, explica concienzudamente que los aceites vegetales tienen una transición menos idónea ante el calor y que eso afecta a los alimentos que cocemos con este tipo de vehículos para freír.
El hecho de creerle o no al especialista es motivo de otro dilema, lo que me ocupa ahora es qué tan cierta pudo haber sido la publicidad que hace 50 años nos hizo cambiar la sustancia que usábamos para guisar. Seguramente hubo una campaña mercadológica para convencer al público consumidor de que los aceites de soya, girasol, canola, maíz eran más convenientes que la manteca que sacaban los nacateros cuando mataban cerdo.
Junto a esa campaña propagandística, es evidente que hubo una inversión enorme para poner los aceites vegetales envasados en botellas de plástico, que además estaban adornados con logos y colores que los hacían atractivos a la vista. Y eran mucho más manejables que la bolsa de plástico con manteca por adentro y por afuera, que manchaba de manera infecunda las bolsas del mandado, las manos y las partes más notables de la ropa.
Allá en los años 60, muchos hogares mexicanos cambiaron definitivamente su forma de freír ante la escandalosa campaña en contra de las grasas animales. De acuerdo con la publicidad, era mucho mejor hacer papas fritas en aceite vegetal que cocerlas en grasa animal. Los frijoles refritos cambiaron para siempre su sabor cuando se les retiró la manteca, que tanto cuerpo y sabor les daba.
Y ahora resulta que los aceites para cocinar no son tan buenos, ni la manteca de cerdo es tan mala. Y en una de ésas, ésta es mejor que aquéllos.
Pero la mercadotecnia triunfó sobre cualquier otra consideración; ganó la propaganda e hizo ricos a muchos comerciantes y mandó a la ruina a muchos carniceros. Los tiburones se terminaron comiendo a los charales, visto en términos de recursos económicos.
El problema que subyace en todo este dilema es que no hay una normatividad oficial ni menos una ética comercial que impida que los anuncios mientan para vender más.
Un ejemplo, varias mayonesas “reducidas en grasa” tienen solamente un 10 por ciento menos de lípidos, lo que en la práctica las hace igualmente engordadoras. Para ofrecer una mayonesa “ligth”, debería tener un porcentaje notable que redujera las grasas que contiene. Y así muchos otros productos dietéticos, que se venden a través de mentiras del tipo de nuestro ejemplo.
En Europa ya legislaron al respecto, y muchos productos dejaron de ofrecerse como bajos en grasa o carbohidratos. Para que cualquier alimento se presente como “ligth” debe pasar una serie enorme de regulaciones.
¿Algún día podremos hacer algo así en México?
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