Francisco Cabral Bravo
Pues bien podríamos decir que, generalmente cuando el mundo enfrenta algún tipo de crisis y la supera, la sociedad anhela un cambio con el objetivo de mejorar su forma de vida. Esta premisa incluye demandas en la forma de cómo quiere ser gobernada y un nuevo contrato social que ofrezca garantías para que no se repitan los mismos problemas.
En la literatura científica y de las revistas de investigación más prestigiadas, ya aparece publicado el análisis sobre el largo listado de letras que definen la conformación del complejo genoma del COVID.
Solamente el entendimiento de su estructura y su funcionamiento, conducirá al descubrimiento y elaboración de una vacuna que sirva para enfrentar al virus, un antídoto que vencerá la pandemia por involucrar a nuestro propio sistema inmunológico como principal defensa del cuerpo.
Después de una crisis global sin precedentes como la que enfrentamos, algo no visto en ninguna guerra o crisis económica tras el devastador congelamiento global de las actividades y las muertes que se acumulan, habrá un impacto en las instituciones que conforman los Estados – nación.
Las sociedades demandarán ajustes en ellas para transformar esas grietas causantes de los estragos.
Desafortunadamente, el desconfinamiento que están adoptando países asiáticos y europeos, y pronto los americanos, aún no evidencian la magnitud de estas fracturas institucionales.
Mientras tanto nos comenzamos a preguntar qué ocurrió para estar enfrentando un escenario tan catastrófico, que implicará un largo periodo de tiempo para su recomposición.
Sin una vacuna, los pronósticos predicen tiempos de acciones acotadas y miles de muertes más con el descubrimiento de alguna vacuna durante este año o a inicios del 2021, más o menos nos llevará dos años para recuperar el equilibrio, al menos en nuestra salud.
Una sociedad sana, en el entorno global al que históricamente pertenecemos cuenta con ciertas condiciones de funcionalidad de las que depende su supervivencia. Nos referimos a las necesarias cláusulas de estabilidad con las que está dotado el Estado moderno y las sociedades que los habitan: solidez democrática; conciencia de solidaridad; paz pública; estado de derecho y legalidad; respeto por los derechos humanos; alto nivel educativo de su población; sana distribución de la riqueza, etc.
La historia nos ha enseñado que las instituciones políticas y económicas después de haber sucumbido ante alguna crisis, fueron a la postre sometidas a juicios sumarios por sociedades enojadas, dolidas e impulsivas.
Por ello, los gobiernos que pretendan aferrarse a encontrar soluciones ambiguas, comunes y típicas, muy probablemente serán confrontados por movimientos sociales.
El racismo, el nacionalismo y el fundamentalismo religioso han abierto nuevas ventanas a la confrontación. A pesar de que se crearon instituciones políticas y económicas internacionales que han contribuido al establecimiento de la paz, como la fundación de la ONU al concluir la Segunda Guerra Mundial, ha sido insuficiente para mantener una sociedad global segura.
A lo largo de los años, México ha venido padeciendo los graves efectos de dos enfermedades que han carcomido una buena parte del tejido que une a ese cuerpo social en el que habitamos: los problemas de seguridad pública y corrupción.
Ambos lastres impiden, por lo menos en forma aparente, que el país despegue y crezca para generar bienestar para su población a las tasas esperadas, no obstante los esfuerzos emprendidos para lograr la conformación y puesta en marcha de todos los otros órganos que, en la modernidad, son sinónimo de desarrollo social: reformas fiscales que mejoraron la recaudación; modificación constitucional para dar cabida a órganos autónomos para la defensa de los derechos humanos; manejo prudente y experto de la banca central y etc.
Por ello, con la llegada del COVID – 19 y al observar una serie de problemas colaterales que se han sumado al de la salud, diversos círculos de pensamiento, analistas, académicos e intelectuales han comenzado a preguntarse ¿cómo evitar nuevas crisis como ésta? ¿Qué se tiene que cambiar para vivir un mundo mejor? O, ¿acaso estamos condenados a repetir nuestros graves errores?
A pesar de que el gobierno ha contado con el mayor apoyo popular del que se tenga registro y, por ello, con la más absoluta legitimación para impulsar una agenda política que permita a México evolucionar en el camino anhelado, los resultados muestran un retroceso dramático con respecto al rumbo que la ciudadanía desea emprender.
En la analogía microscópica primero utilizada nos preguntamos ¿qué dolencia padece el sistema inmunológico de nuestra sociedad que, ante la contundencia de los hechos, hallamos a fieles electores empecinados en seguir los pasos de un Poder Ejecutivo dispuesto a sepultar al país antes de redireccionar o reconstruir el rumbo?
El genoma del virus que afecta al tejido social mexicano, que se debe de entender si se quiere erradicar, se halla en el complejo sistema de castas en que estamos acostumbrados a vivir, en el problema de la segmentación piramidal de nuestra sociedad gestada desde la Conquista, durante el Virreinato y ahora, inclusive, en el México moderno, en la discriminación como modelo de vida.
Si queremos que México salga delante de la crisis que arroja la pandemia, de la depresión económica que la inacción gubernativa amenaza con dejar ante nosotros, debemos de empezar a trabajar fuertemente para lograr la comprensión y unión de ese número inmenso de ciudadanos, cada uno representante de un voto, de los que depende la elección de su gobierno.
La recuperación de la unidad, en México, no está solo en la economía, está en la desaparición de una desigualdad por razón de raza, de origen o de pertenencia a un determinado sector de la población.
Mientras los posicionamientos políticos que nuestra sociedad se haga giren entre el restablecimiento del pasado o la consolidación de una transformación, que universaliza la pobreza, prevalecerá esta última hasta en tanto los mexicanos no dejen de suponerse superiores e inferiores entre sí mismos.
Muchas figuras políticas a nivel global han usado a la democracia para asirse del poder y controlar las instituciones. Mientras no sea la sociedad la encargada de emancipar a la democracia, esta seguirá siendo imperfecta y se seguirán acumulando ese coctel de problemas que mantengan en jaque a la sociedad.
Es inevitable una próxima reconstrucción de las instituciones que nos lleve a transitar de mejor manera el convivio entre el poder y la sociedad, de lo contrario persistirán las amenazas sociales ante el hartazgo.
Sin duda es necesario un nuevo sistema redistributivo que permita disminuir la desigualdad. La democracia no es negociable, pero ésta debe dar cabida a las minorías mientras que los gobernantes deben estar a la altura para saber resolver los problemas y gestionar las soluciones. De lo contrario, la desesperación, la frustración, la impotencia saldrán también de confinamiento y los movimientos sociales romperán las cadenas en todo el mundo.
México se aleja de la nueva conciencia global, esta extraña situación en la que nos ha metido la pandemia ha conseguido crear una nueva conciencia global sobre la importancia de revisar y atender dos problemas fundamentales: la desigualdad social y la protección al medio ambiente.
No es que estos temas no fueran importantes antes, pero lo que ha pasado en todas estas semanas ha terminado por consolidar una realidad que es ineludible. El confinamiento social ha puesto de relevancia como nunca antes los alcances de la desigualdad social y todos sabemos que esta epidemia en gran medida fue provocada por nuestra falta de respeto por el medio ambiente.
A pesar de todo esto se hace cada vez más evidente, nosotros nos movemos en sentido contrario, nos desplazamos en sentido inverso al de nuestra conciencia global.
En estos días también se emitió un acuerdo del Centro Nacional de Control de Energía (Cenace) para impedir que operen nuevas plantas de energía renovable y limitar la operación de las centrales eólicas y solares que ya están financiando. Es un duro golpe al medio ambiente y al futuro de las energías renovables en México, por no hablar de la pérdida de inversiones y empleos.
No hay duda de que en el discurso y las preocupaciones expresadas en las declaraciones y documentos que el gobierno existe una conciencia clara sobre la importancia de abatir la desigualdad social y moderar los privilegios y excesos generados por un sistema económico que en lugar de procurar una mayor justicia social, hizo más grande la brecha de la desigualdad. Eso no se le puede regatear al actual gobierno.
No obstante y de forma extraña y contradictoria, la acción gubernamental se concentra en programas sociales de transferencias directas que parecen tener una motivación electoral, permite el deterioro de la calidad de la educación pública y al mismo tiempo, desarrolla acciones que limitan las posibilidades de proteger los empleos existentes y promover inversión productiva que ponga a más personas a trabajar, y todo eso tiende a profundizar, no aliviar la desigualdad.
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