José Luis Amaya Huerta
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En la política mexicana no hay una cultura de la autocrítica sobre los actos y decisiones públicas de quienes ejercen el poder.
Por el contrario, en el viejo sistema político del partido de Estado, lo que prevaleció en los hechos y ha permeado hasta nuestros días, incluso después de las dos alternancias que ha tenido el país, es esa especie de aforismo sobre las relaciones de poder, según el cual: “el jefe siempre manda, y si se equivoca vuelve a mandar”.
Solo a medida que fueron incorporándose en la legislación las instituciones de rendición de cuentas, los políticos formados en la vieja cultura del verticalismo y el ejercicio autoritario del poder, se han visto obligados a hacerse responsables de sus actos y de sus decisiones públicas.
De acuerdo con el diccionario, una autocrítica es un examen crítico de los comportamientos y obras propios. Puede producirse durante una reflexión personal o una discusión en grupo, pero también en juicios y disculpas públicas.
El término de crítica proviene del griego kritik? (κριτικ?), “(la acción de) discernir”. Así, tener una actitud auto-crítica es ser capaz de discernir y reconocer las propias limitaciones. De esta manera, la autocrítica es esencialmente algo interno: el reconocimiento de la finitud humana en general y más específicamente de la finitud propia.
La autocrítica permite saber que hemos cometido y podemos cometer errores, y que somos, en tanto que seres humanos, perfectibles.
El concepto se llenó de una carga negativa durante el viejo régimen soviético totalitario, donde la autocrítica, para un político, un militante o un grupo de ellos, era el hecho de analizar y reconocer públicamente ante las autoridades responsables sus propios errores o desviaciones respecto de la línea oficial del partido.
No obstante, al margen de esos extremos persecutorios, la autocrítica, en primera instancia, debe ser una disposición de las personas, y más de las personas que ejercen algún poder, para admitir sus errores cuando los han cometido para su posterior corrección.
Según los especialistas en psicología, la autocrítica permite un mayor conocimiento de la persona, de sus verdaderas habilidades, al mismo tiempo que mejora su calidad de vida y las relaciones interpersonales en un ambiente de trabajo, la familia, el aula de estudio y cualquier espacio en el que se tenga que convivir con individuos que realicen actividades similares o que pertenezcan a alguna línea jerárquica.
La psicología distingue dos tipos de autocrítica, la positiva y la negativa. La primera es la autocrítica constructiva, la que sirve para algo positivo. La que permite avanzar, aprender de los errores, mejorar y en definitiva que empuja a crecer, bajo la premisa de que “rectificar es de sabios”
La autocrítica constructiva señala aquello que se ha realizado mal, pero se asume y se afronta de una manera que permita construir y alcanzar los objetivos planteados. En la autocrítica constructiva el lenguaje es descriptivo; describe una conducta, evitando juzgar, criticar, culpabilizar, avergonzar y rumiar en relación a la persona y además se generan posibles alternativas diferentes para aportar soluciones.
Las personas con una autoestima sana y fuerte son capaces de hacer este tipo de autocrítica cuando han cometido un error o cuando se han equivocado. Es un síntoma de madurez mental.
De ahí que sería importante para el avance de la cultura política mexicana y veracruzana en particular, que la práctica de la autocrítica permeara entre quienes ejercen algún tipo de autoridad y toman decisiones públicas que a la postre afectan a miles o millones de ciudadanos.
A final de cuentas, siempre es preferible una autocrítica a tiempo, como un ejercicio interno para corregir desviaciones, excesos u omisiones en la toma de decisiones públicas, antes que la crítica venga de afuera, de los grupos opositores, de los medios de comunicación – en pleno ejercicio de sus derechos constitucionales a la libertad de expresión - o de los organismos de rendición de cuentas que obliguen a los actores políticos a corregirlos.
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